miércoles, 31 de enero de 2007

Mujeres

Siempre le había gustado que la llamasen Lola pero desde hacía ya años que todo el mundo la llamaba Dolores. Ya no recuerda cuando se produjo el cambio pero ahora Lola sólo le recuerda a sus años de juventud, cuando estudiaba, cuando tenía aquella preciosa melena que tanto tiempo dedicaba a cuidar. Lola era alegre, algo tonta, inocente y muy feliz. Se casó y tuvo una niña y Lola seguía siendo Lola hasta que un día su marido murió, de repente pero murió y Lola poco a poco dejó de ser alegre, poco a poco dejó de ser inocente y así de repente dejó de ser feliz.

Y Dolores se levanta todas las mañanas de la cama con aquel huequito vacío y se viste, prepara el desayuno a su hija y la sonríe porque ella es lo único que le queda. Coge las llaves y con un gran suspiro sale a la calle, un suspiro para coger fuerzas. Allí está el atasco, el humo, el claxon de los coches, la gente que va de un lado a otro, pero a Dolores todavía le quedan fuerzas del suspiro.

Llega a la oficina y vienen las quejas, y Dolores que no cae bien y ella lo sabe. Sabe que nadie contesta a sus buenos días y que la gente siempre habla cuando ella da la espalda. Sabe que siempre toma el café sóla, que su pelo ya no es liso y que su ceño siempre anda fruncido.

Porque es verdad que era impertinente, que tardaba en contestar, pero es que Dolores siempre andaba buscando su trocito de suspiro.

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jueves, 25 de enero de 2007

Olvidar

Olvidar: dejar de tener en la memoria algo o a alguien; dejar de tenerle afecto; no tenerle en cuenta.

Cierro los ojos, la nariz y la boca. Tapono todos los agujeros que encuentro en mi cuerpo, hasta los poros. Me convierto en una fortaleza, el único inconveniente es que la bomba está dentro. Construyo unos muros tan gruesos que el estallido no pueda derribarlos, la pólvora explota dentro y rebota contra ellos. Todo arde y cuando ya sólo quedan cenizas comienzo el inventario. Ni un solo recuerdo, ni su sonrisa, ni su mirada, ni siquiera su nombre. No queda nada, sólo un solar devastado.


Y ahora puedo seguir con mi vida como si nada hubiera pasado, y me levanto por las mañanas diciendo qué tal cariño, y no siento nada, ni angustia, ni pena, ni fuerza, ni vida y orgulloso me afeito con la seguridad de que ya no hay peligro, porque ahora, yo también estoy muerto.

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Consejos para escritores - Anton Chéjov

- Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.
- Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
- Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
- No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz.
- La brevedad es hermana del talento. Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
- Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
- Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
- Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
- Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.
- Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
- Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.
- Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
- Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
- Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
- No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
- No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

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martes, 23 de enero de 2007

El Príncipe y el Dragón

Él era el príncipe definitivo,
el que había encontrado tras besar muchas ranas,
el que elegí quizás por cansancio, al ponerme las lentes de no ver,
para negar la realidad y quedarme con lo que había soñado.

En cuanto le descubrí, desplegué todos los encantos de mujer descomplicada,
fui más silenciosa que una anacoreta,
más complaciente que una prostituta,
borré el No del diccionario
y serví el café con leche como una geisha disciplinada.

Hasta que un día el dragón interior me poseyó,
se le inflamaron las fauces,
y del fuego de hasta aquí hemos llegado,
nació un no me da la gana como un castillo.

A partir de entonces me negué a ser amordazada,
a estar poseída por el deseo de otro,
o a ser una simple muñeca manipulada.

Entró a saco el Terminator que desplazó a la Barbie,
emergió un ser altamente respetable que expresó sus opiniones,
y que en vez de tomar pastillas para dormir,
empezó a tomar decisiones.

FS.

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sábado, 20 de enero de 2007

Escribir un cuento - Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.


Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O'Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la UNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O'Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O'Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O'Connor.Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.
Raymond Carver

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viernes, 19 de enero de 2007

Viaje imperfecto

Hace calor. Siento mi piel húmeda bajo el jersey y miro hacia el suelo porque me intimidan los ojos de la gente que hay a mi alrededor. Pienso en la puntera de mis botas, en su elegancia afilada, y así pasan los minutos. Todo se para, nos paramos. Unos salen, otros entran y nuevas miradas se clavan en mí. Un hombre con rasgos eslavos toca el acordeón. Frente a él, un niño negro lo contempla admirado. Los dedos del hombre acarician el instrumento produciendo melodías que a todos nos transportan, pero nadie lo mira, sólo el niño. Sus ojos y los del hombre, iluminan este espacio cerrado y claustrofóbico.

Todo se para, nos paramos. Nadie sale, nadie entra. Tan sólo la música atraviesa el enorme muro transparente que nos separa a todos. Advierto a unos metros a una mujer joven. Está de espaldas a mí. Sostiene un periódico en sus manos y un movimiento brusco hace que cambie de posición. Es entonces cuando puedo ver su rostro, marcado por profundas arrugas que reflejan, ahora sí, su verdadera edad.

Todo se para, nos paramos. De las páginas de mi libro, mis ojos se desvían a las páginas del libro del hombre que tengo a mi lado y comienzo a leer... "Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder". La luz se apaga unos segundos, miro al techo y me quedo pensando. ¡Todo parece tan simple! Acaricio, una vez más, el cuaderno de pasta verde que siempre me acompaña e imagino palabras con las que henchir su blancura interior.

Todo se para, nos paramos. Salen todos. Miro a un lado y otro, pero no queda nadie. Se reanuda la marcha y un zumbido antes imperceptible se interna en mis oídos y se acurruca en ellos hasta desaparecer y convertirse en silencio. Siento angustia en este encierro solitario mientras que el olor húmedo de los túneles se hace cada vez más penetrante. Pienso en la noche que se acerca, en tus ojos entreabiertos, en tu respiración, en tu sangre. Pienso en tus manos, en tu luz, en tu grito.

Todo se para, mis pensamientos se paran. En los letreros de la estación descubro que ya he llegado. Pulso el botón que abre la puerta y me pierdo entre ríos de personas que caminan como autómatas en diferentes sentidos. Quiero salir de aquí, necesito respirar y sentir el universo ante mí. Corro por los pasillos y subo las escaleras de dos en dos. Salgo a la calle, despliego mis alas y percibo una voz que susurra... vuela.

A.J.R.

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