lunes, 26 de febrero de 2007

No me hables del destino

Yo elijo todo lo que me pasa. El destino no existe. Y sin embargo, tú eres mi destino. Cuando te conocí, nada tuvieron que ver la reencarnación, ni el psicoanálisis, ni la dialéctica, ni la evolución de las especies, ni Dios. Si un cromosoma caprichoso hubiera decidido que tu fueras rubia te habría querido igual, y si en vez de tu presencia soberana en la barra donde nos conocimos hubiera habido un negro de dos metros o un chino de uno cincuenta, en el lugar que ocupaban tus voluptuosos metro setenta y tres, yo te habría encontrado lo mismo, porque mi corazón tenía ganas de encontrarte. Y nada habría sido capaz de esconderte de mis ansias. Mi voluntad es una fuerza mayor, el destino no puede con ella.
Tú también eliges. Me elegiste a mi como un destino circunstancial, como un destino turístico, como un lugar de paso, para negarme después la luz de tu sonrisa. Y cuando decidiste levantar el vuelo para caer en los brazos fornidos de aquel alemán, habría dado igual que fuese francés o gibraltareño. Igual podría haber sido el vecino de arriba, o un señor que pasaba por la calle.
Así que no me hables del destino. El destino no existe, nosotros lo hacemos. Dime mejor, sencillamente, que ya no me quieres y deja que el olvido vaya resecando poco a poco mi desdeñosa rabia.

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sábado, 24 de febrero de 2007

A la mierda el destino

- Y ahora ¿qué?
- Ahora nada.
- ¿Nada hasta cuando?
- Nada hasta siempre.
- ¿Y el amor?
- Ya has visto que no es suficiente; ¿ qué quieres que te diga?
- Que me querrás toda la vida.
- Te querré toda la vida.
- ¿Y cómo sabré que eso es cierto?
- No lo sabrás, te dará igual no saberlo
- ¿Te vas?, ¿es que no sientes el dolor?
- Disfrútalo, es lo único que queda.

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METAMORFOSIS

Aún me angustia recordar mi despacho, las salas de embarque de los aeropuertos, los madrugones y mis sonrisas forzadas con chinchetas imaginarias.
Aquel día, era, en principio, un día de tantos de aburrida reunión de subsidiarias de la compañía. Las intervenciones, en inglés con mil acentos, eran, como de costumbre, soporíferas. Fingía estar muy atento pero sin darme cuenta, para no dormirme, rascaba la parte posterior de mis orejas, una y otra alternativamente. Creo que estaba hablando el danés cuando toqué algo extraño bajo el lóbulo de mi oreja izquierda. Tenía un hilo. Tiré de él con dos dedos, primero con suavidad; resbalaba y tuve que clavar las uñas para hacer más fuerza. Me produjo una sensación rara notar que ofrecía resistencia desde el interior de la coronilla. A cada tironcito, un escalofrío en forma de espiral creciente iba aliviando la tensión. Automáticamente vino a mi memoria la imagen de mi madre, sentada en su sillita baja, destejiendo algún error que liaba en un ovillo. Estaba seguro de que tenía, necesariamente, que ser un sueño pero en mi mano no cabía más hilo. Como no podía cortarlo, traté de esconder la madeja en el cuello de mi camisa. Pensé que el representante holandés estaba notándome el sudor frío por la expresión interrogativa de su mirada. Decidí entonces fingir un ataque de tos y salí al baño. Una vez frente al espejo, me di cuenta de que el hilo era invisible, podía tocarlo y sentirlo pero no podía verlo. El desconcierto impedía que me concentrara, le di la espalda al espejo para poder continuar tirando de aquella hebra. Mi cabeza se lleno de Margarita y los niños, y tuve miedo a perderlos porque su imagen se hacía más difusa a medida que el escalofrío se generalizaba. Se diluyeron también mis amigos, la casa con jardín, el deportivo y mi perro pero no sabía cómo invertir el proceso. Desde la punta del pié derecho noté que por fin el hilo se soltaba, y me estremecí. Lié una madejita con los imperceptibles restos y los dejé en el cubo de basura. Me refresqué la cara y volví a ocupar mi silla en la sala de reuniones. Entonces me di cuenta de que no sólo el holandés tenía sus ojos fijos en mí, sino todos; todos me miraban.
Mi sonrisa, pasó espontáneamente del azul hipócrita al rojo acalorado. Traté de contener las palabras que parecían tener voluntad propia pero de alguna manera lograron salir. Aterrado escuché de mi boca, como un disparo, la frase que me esforzaba en frenar: ¡odio mi trabajo!
Nadie abrió la boca. Yo cerré la mía avergonzado y me marché.

Dos meses después, como consecuencia de aquella metamorfosis y de los dos ceros de diferencia entre mi nómina previa y la cartilla del paro; Margarita y los niños me abandonaron. Y aun cuando he desarrollado una gran dedicación a no hacer nada, nada de nada, confieso que todavía, mientras escribo, rasco afanosamente mis orejas buscando algún hilo.

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jueves, 22 de febrero de 2007

METAMORFOSIS

Libreta en mano, dando un paseo de invierno por entre los barrizales, me pregunto si sabré escribir un cuento sobre la metamorfosis. ¡Ay Dios Santo!, es muy difícil. Creo que tendría que buscar un informante, transmutando, a ser posible que me cuente su experiencia. Me aproximo a la hojarasca, con máxima educación y sin el menor recato. Buenos días señor Palo, ¿tendría usted un momento? Verá usted, tengo un conflicto; necesito los detalles de lo que empuja al mutante. ¿Decidió usted cambiar cuando ejercía de árbol? ¿Quiso alguna vez volar o correr por las montañas? ¿Le molestaba en verano que le robaran las frutas? y en invierno; ¿Por qué se quitaba el abrigo?
Ya veo que no responde, y créame que le entiendo señor don Palo. …y es que yo también soy un alma sin criterio.

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lunes, 19 de febrero de 2007

SIGO CON LA DUDA...

Siempre compro prendas con, al menos, un bolsillo que me permita guardar en él mi talismán, una moneda de peseta con la efigie del rey por un lado y el escudo de España por el otro. No es que sea una nacionalista o una nostálgica, no se confundan, sino simplemente una persona práctica a la que las antiguas pesetas sirven a la perfección al fin que persigue, y éste es que cada vez que lance una moneda al aire pueda determinar al momento si sale cara, o cruz. Y es que siempre he sido una persona muy indecisa y antes de que las dudas me corroyesen decidí buscar una vía rápida, clara y contundente de tomar decisiones, una vía que no dejase duda alguna para que yo pudiese acatar la orden sin pararme a pensar en las consecuencias de lo realizado.

Lo reconozco, se me da mejor obedecer que decidir. Por eso siempre compro prendas con, al menos, un bolsillo que me permita guardar en él una moneda, al menos una. Todas las decisiones tomadas en los últimos diez años de mi vida han sido guiadas por la diosa Fortuna, la diosa del icono que preside la entrada de mi casa a la que adoro diariamente con una vela siempre encendida y el tarareo de una cantinela inventada por mí:

Diosa Fortuna,
Urde mi destino,
Detén que mi duda,
Abra el desatino.

Y así soy feliz… ¿debo aceptar la oferta de trabajo? La diosa Fortuna decide por mí. ¿Montaña o playa? La diosa Fortuna decide por mí. ¿Son los rayos uva beneficiosos para mi salud? La diosa Fortuna decide por mí. ¿Tanga de encaje negro o de satén rojo para mi primera cita? La diosa Fortuna decide por mí. ¿Debo insultar al personaje que me empuja al entrar en el vagón del metro? La diosa Fortuna decide por mí. Y así, alejando las dudas vivo en una paz continua llena de plenitud por la ausencia de reflexión y por la inocencia en mi toma de decisiones. Nunca hay maldad en mis actos pues no soy dueña de ellos, yo sólo obedezco con disciplina militar a mi diosa y la obediencia exime moralmente de cualquier castigo o remordimiento. Así vivo, así pienso y así soy feliz.

Mejor dicho, lo era hasta que un gran dilema ha hecho aparición en mi vida. Sentada en la terraza de mi bar favorito formulo mi pregunta: ¿Debo compartir mi vida con Basilio? Por primera vez tengo la respuesta antes de lanzar la moneda y la respuesta es cara, el SÍ, la luz, la acción, el movimiento, el ying, SÍ, ¿por qué? Porque estoy enamorada. Pero no confío en mi criterio, algo falla y debería abandonarle antes de que el asco hacia él anide en mi corazón. Basilio… con su mirada profunda, su conversación inteligente, sus aspavientos de mano en forma de molinetes, aleteos, puños cerrados y su voz modulada enfática ante las pasiones, iracunda ante las injusticias, insinuante ante las sensaciones… Basilio siempre con prendas con bolsillos. En uno de ellos lleva su reluciente mondadientes de acero, en otro su pañuelo de lino blanco para pulirlo y con él escarbar sus blancos pero angulosos dientes en el restaurante, en las gradas del estadio de fútbol, en la platea del teatro, en el avión, una y otra vez, una y otra vez aunque no haya ingerido nada. Infausto error, continuo en su vida, que me exaspera hasta el punto de que en esos momentos deseo arrebatarle el palillo de sus manos y con todas las fuerzas de mi menudo cuerpo clavárselo en uno de sus profundos y negros ojos. Instintos asesinos…debo dejarle. Pero dudo, dudo porque estoy enamorada…Saco la moneda del bolsillo izquierdo de mi chaqueta y lanzo discretamente la moneda al aire:
Diosa Fortuna,
Urde mi destino,
Detén que mi duda,
Abra el desatino.

Sale cruz… el NO, la oscuridad, la inacción, la pasividad, el yang. La diosa Fortuna es categórica, contundente, axiomática. Debo dejarle. Le dejo ese mismo día. Él llora pero yo confío en mi diosa Fortuna…

Dos años después, sentada en la terraza de mi bar favorito, mientras acaricio la peseta del bolsillo izquierdo de mi pantalón, sigo preguntándome si tomé la decisión correcta… si la diosa Fortuna protege mi destino y dos años después sigo con la duda.

Lakshmi

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sábado, 17 de febrero de 2007

Cinco felicidades en un cuento no tan breve

Dicen que el amor lo transforma todo. Cuando Juana y Bruno se conocieron era dos seres oblicuamente indiferentes.

Bruno era un chico con suerte. La naturaleza le había dado ojos azules, pecas de canela y una sonrisa seductora. Si además has recibido una educación de modales elegantes y una conversación ingeniosa, tienes todos los atributos para entrar en el club de los conquistadores legendarios. Con veinticinco años, eso es como si te hubiera tocado la lotería. Bruno entraba en un bar y provocaba, literalmente, efectos secundarios. Le gustaba el juego de la seducción. Disfrutaba con cada tontería que decía para tratar de hacer sonreír a una mujer, sin darse cuenta, o tal vez dándose cuenta perfectamente, de que ya estaban sonriendo antes de que él se acercara, fascinadas por su cara de niño bueno y su mirada de “puño de hierro en guante de seda”. El momento del hachazo, como llamaba él a ese beso súbito que transformaba una conversación informal en un suceso del deseo, a ese primer paso de un camino más largo que acababa casi siempre en una fatiga entre las sábanas, no era lo más importante. Todo lo anterior era lo que le daba vida. Desde que se acicalaba en casa ya pensaba en ese mecanismo: elegir un bar, elegir una chica, elegir una excusa para hablarle, elegir una conversación, elegir la mirada y el gesto, elegir el minuto de acercar la boca al oído...hasta el momento del golpe que dividía el juego en dos partes, la exploración y la necesidad.
La exploración, la caza, era lo que más le gustaba.

Juana era enfermera. Estar cerca de la muerte le daba ganas de vivir intensamente. Pero intensidad no significa siempre alegría. No quería una vida de planteamiento nudo y desenlace. Se dejaba llevar por el instinto y hacía a veces cosas inesperadas. Le gustaba, por ejemplo, subirse a un autobús en un día de lluvia, y recorrer la ciudad mirando por la ventana, hasta que el conductor le indicaba que habían llegado al final del trayecto. Entonces se bajaba, sin saber muy bien dónde había caído, buscaba un taxi y volvía a casa. Se emocionaba fácilmente con cualquier cosa, una película, una canción, un gato perdido, y le gustaba sufrir, abatirse, y dejar que las lágrimas brotaran desde lo hondo de su maltrecho corazón. Siempre encontraba motivos para la tristeza: que si su mejor amiga ya no la llamaba, que si su hermana se llevaba todos los elogios, que si no le llegaba el sueldo a fin de mes... y los hombres, qué crueles eran los hombres. Todos la hacían sentirse como un objeto, en ninguno lograba dejar huella, y todos dejaban en su alma el tatuaje de lo imposible, el vacío de lo necesario, el dolor de la ausencia. El último la había chuleado vergonzosamente, y sólo después de varios desplantes inadmisibles pudo acabar con la relación, aunque no del todo.
Si miraba la noche estrellada se sentía sola, y su dolor le daba indefectiblemente el gozo del llanto más amargo.

Dicen que el amor lo transforma todo. Cuando Juana y Bruno se conocieron era dos seres oblicuamente indiferentes. Nada tenían que ver una enfermera de casi cuarenta años y un recién licenciado en Químicas, empleado en una fábrica de detergentes. Bruno salía del almacén donde trabajaba, en las afueras de Madrid, cuando vio a una chica que buscaba un taxi a deshora por calles deshabitadas. Tal vez fuera ese aire de fantasma vagando por los escombros periféricos de la gran ciudad lo que le movió, inesperadamente, a llevarla en su coche. Ella le agradeció el gesto, llevaba ya un rato caminando por los grises descampados y estaba a punto de echarse a llorar por segunda vez. Bruno bajó la música, y se dejó envolver por la conversación de Juana mientras la acercaba a su casa. Ella le contó que tenía un gato, que le gustaba pasear por la ciudad sin rumbo fijo, y que estaba sola. El se fijó en sus rodillas en el segundo semáforo y tuvo en ese momento su primer mal pensamiento. Olía bien esta chica, su piel era blanca y lisa, pulida como un canto de río. A ella le gustó el aire decidido de él, su forma de conducir sabiendo adonde iba. Cuando llegaron a su portal ella tuvo el insensato arranque de invitarle a subir. “Estarás cansado, tómate una copa” le dijo. Él no había trazado ningún plan, no había desplegado sus artilugios de seducción, y se sorprendió diciendo “De acuerdo”. Diez minutos después el gato los miraba arrancarse la ropa el uno al otro y abandonarse al desenfreno de la cópula. Tampoco él entendía nada.

Ahora Bruno está esperando a Juana. La noche lo empapa despacio con sus humedades, el silencio lo envuelve cargado de estrellas. Sabe que ella vendrá con ganas de hacerlo, y que después del sudor y la sal y el abrazo y el mordisco y el grito, se dormirán tranquilos, desnudos, mirando por la ventana el cielo negro lleno de lejanos puntitos amarillos. Pero él no está pensando en eso ahora. Ni siquiera sabe en qué está pensando. Tal vez es su cuerpo el que piensa, el que respira sin pedir ni dar cuentas a nadie, el que espera, sencillamente, que algo suceda. A sus labios se asoma, misteriosa, una sonrisa que no significa nada.

Cuando se junten, otra vez más, serán una mezcla de carne y calor en la que ella verá recompensadas todas sus decepciones, sus miedos, su dolor, en la que todo lo malo se verá mágicamente disminuido, sin dejar de estar ahí, porque también está contenido en aquel abrazo. Y en ese abrazo encontrará él la energía para seguir buscando, la confirmación de que en cada exploración de lo femenino hay un fin, un logro, un premio. Pero también hay algo más en ese encuentro. En el abandono, en el naufragio común del orgasmo, ambos pierden por un momento la conciencia, y se convierten de pronto en algo que no existe, en un ser múltiplo, común, distinto, sin mas agarraderas con lo real que los brazos que se entrecruzan o las pieles que se entrechocan, o las bocas que se devoran o esa savia interior que se derrumba, como un oleaje, del uno hacia el otro.

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Felicidad en la sauna vacía

Mi sauna es mi confesionario. Hago una vida de rutinas y prisas, y por culpa de Michel Houllebecq voy al gimnasio a oponer resistencia al declive de mis cuarenta años. Cuando termino de jugar con los aparatos que mueven mis músculos minúsculos, me premio con diez minutos del calor agobiante y vaporoso de ese templo callado de madera. Repaso mi vida, pongo en orden las cosas que me preocupan, y si en ese momento no hablo con Dios es porque no creo mucho en Él.
Hay días en que me quedo en blanco, como la toalla grande sobre la que me tumbo o la pequeña que me tapa decentemente la entrepierna. Mi mente se deshace en el sudor, y se pasan diez minutos sin que me dé cuenta de dónde estoy, mirando a un techo de madera y relajándome sin saber muy bien si soy yo o me he fundido por fin con el silencio cálido y húmedo que me cubre.

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La puta silla (un cuento incomprendido)

Parecía un domingo más de resaca, pijama y sofá. Pero mi barba de dos días y el desorden de la casa delataban la atmósfera de provisionalidad en que se sumía mi existencia. Todos los intentos de días atrás por recuperar a Isabel habían resultado baldíos. Y la desconcertante entereza con que ella apuntalaba su negativa a salir conmigo me hacía sospechar que ya se había ilusionado con otro durante aquel absurdo paréntesis estival de inundaciones en Madrid. Frustrado, me convencí a mí mismo de que había llegado la hora de tirar la toalla, de que debía sacar el as que llevaba escondido bajo la manga. Un as con forma de otra mujer que conocí ese mismo verano.

De repente, la llamada de su hermano Jorge dio un giro inesperado a la partida. Me aconsejó que viera la película favorita de Isabel, “El Rey Pescador”. Así comprendería mejor sus entretelas de soñadora compulsiva. Sentí curiosidad. Con la bragueta abierta me fugué de casa en dirección al videoclub. De vuelta, colé la cinta en el DVD. En una escena, un mendigo hacía una silla con parte del tapón de una botella de champagne y, en un derroche de espontaneidad, se la ofrecía a la mujer que amaba. “En la basura se encuentran pequeñas cosas”, le decía de forma lacónica.

Decidí imitarle. Gastar el último cartucho. Congelé la imagen de la silla en el vídeo. Abrí una botella de Lambrusco que la providencia había dejado en la nevera junto a un par de yogures caducados. Con dificultad, convertí la chapa y el filamento metálico que recubrían el corcho en una silla con el respaldo en forma de corazón. Empleé toda la tarde. Nunca fui un manitas.

La puta silla me sirvió para confirmar, horrorizado, que aún consideraba a Isabel el mejor invento después de la mayonesa. Y que el as de mi manga, el as con forma de otra mujer, tan sólo era el dos de picas.

Carlos Azofra

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viernes, 16 de febrero de 2007

La primera vez

La vigorosa figura del hombre irrumpe en la habitación. Cuando adivino su presencia, una mezcla de miedo y placer recorre mi espalda.
-Desnúdate. Fuera todo –me ordena con voz grave-.

Una luz dorada ilumina las prendas que –una tras otra- van cayendo a mis pies.
-Ahora junta las muñecas.
Con destreza, el hombre pasa el extremo de la cuerda sobre el dosel de la cama y tira de él, obligándome a mantener los brazos en alto. Siento la total desnudez de mi piel un instante antes de verme mancillada por el cuero caliente de su látigo.
Los golpes desgarran mi carne. Antes de soltar todo el aire de cada entrecortada respiración, un intenso zarpazo de dolor sacude mi cuerpo. Una pausa más larga, durante la que el escozor se hace insoportable, me devuelve las punzadas, los desgarros, la violencia de cada caricia.
-¿Podré resistirlo? –pregunto con un hilo de voz-.
El hombre en silencio, posa sus dedos sobre mis labios para que no hable. Libera mis muñecas de la cuerda lacerante y me derrumbo en sus brazos. Me duele hasta la sangre.
Tendida sobre la alfombra, el hombre vuelve mi cuerpo de costado para mostrarme la ternura de su rostro. Esbozo una leve sonrisa.
Apenas puedo escuchar sus pasos mientras se aleja.

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domingo, 4 de febrero de 2007

Atasco

¿Qué es lo que quiero en la vida? Otra vez no obtengo respuesta. A veces la respuesta la confundo con alguien y eso tapa mi ansiedad por un tiempo, pero hoy vuelvo a repasar mis imposibles y no me satisfacen.

Despierto , termino de afeitarme , dejo de mirar no se qué en el espejo y aparto la pregunta destructora para otro momento de mayor valentía. Huyo. Cojo las cosas que creo necesarias y sintonizo la emisora con las mismas canciones de siempre. Mientras, espero como mejor momento del día el no soportar muchos atascos. Capto un reflejo en el retrovisor, y aparece de nuevo.
Repaso las cosas que tengo y las tangibles que quiero. Estoy contento ¿o no lo estoy? . Miro al resto de la gente fuera y no dudo.
Freno en húmedo a punto de estampar mis memorias en el parabrisas. Hay un accidente. Llegaré tarde. Fogonazos amarillos y rojos que empañan mi visión. Estoy detenido y me detiene el pensamiento.
Despierto. Me levanto y voy a lavabo. Son las seis de la mañana. Dejo la afeitadora donde siempre. Cojo mi coche. Ponen mi canción preferida y la vuelvo a cantar. Hay atasco. Me paro. Me despierto. Leo el periódico y echo un vistazo a las noticias del fútbol. Pierdo el autobús y me despierto. Termino mi "carrera". Ya puedo dormir con ella. Despierto de nuevo. Dejo mi maquinilla donde estará siempre. Me acuesto. Me pongo mi mejor traje. La beso. Mi madre me lleva al colegio. Me paro y lloro rodeado de luces. Grito y me invade la oscuridad y creo que despierto aunque sigo con la duda.

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