jueves, 19 de abril de 2007

Sus ojos

Empecé a trabajar con ella un lunes. Ya me habían advertido que tenía un carácter un poco difícil y que tendría que aprender a tratarla. Era de estatura mediana, bien proporcionada y con mucha energía, pero lo que realmente destacaba era su cara de piel blanca con pómulos salientes y unos ojos grandes y redondos de un tono gris azulado.

Al llegar y sin casi saludarme empezó a darme órdenes y a encargarme tareas sin que yo prácticamente pudiera preguntar nada, remarcando que si había algo que no estaba dispuesta a permitir eran los errores y los fallos. Todo ello me lo iba diciendo con una gran frialdad mientras me miraba de una manera amenazadora e inquietante.



A partir de ese momento cada cosa que hacía le parecía mal y mi trabajo era un error permanente, si transcribía un documento literalmente no tenía iniciativa, si ponía una coma yo no era nadie para modificar un texto, si le pasaba una llamada no había sido capaz de saber que no quería ponerse y si tomaba nota y le dejaba un mensaje tenía que haberla localizado. Todo eran gritos, malos gestos y un constante decirme que era una inútil y que no servía para nada, pero lo peor eran sus ojos, cada vez más grandes y de un gris acerado, que se clavaban en los míos y los atravesaban con tanta ira, agresividad y desprecio, que yo me quedaba paralizada, incapaz de articular una sola palabra, y cuando ya no podía contener las lágrimas, una sonrisa de satisfacción se dibujaba en su rostro. En otras ocasiones después de una bronca, se acercaba lentamente a mí y sin apartar sus ojos de los míos, me apretaba suavemente el brazo o la mano, me acariciaba el pelo y me decía que suerte tienes de que yo sea tan paciente y te siga dando la oportunidad de estar a mi lado, yo me encogía y me empequeñecía sintiendo el miedo de que sus dedos traspasaran mi piel.

Era lunes, hacía dos meses que trabajaba con ella y mi delgadez cada vez era más patente así como la palidez que se había apoderado de mi cara. Me llamó a su despacho y me dijo, tengo un problema en los ojos, ponme este colirio ahora y recuerda que lo necesito cada tres horas. Le eché las gotas, una, dos, tres, una, dos, tres. Salí de su oficina oprimiendo el frasquito entre mis manos y con esas palabras resonando en mi cabeza, una, dos, tres, una, dos, tres. Me fui al cuarto de la limpieza, busqué la botella del amoniaco y rellené el envase del colirio con ella. Al cabo de las tres horas volví a su despacho, con firmeza mantuve sus párpados abiertos mientras mi mano apretaba con fuerza el frasco y mis labios musitaban una, dos, tres….

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cambiaste el final, mucho mejor así, ahora tiene más fuerza.
Me gusta mucho, ya me gustó mucho entonces.
Y como dice Boris Vian...Que se mueran los feos.