sábado, 17 de febrero de 2007

Cinco felicidades en un cuento no tan breve

Dicen que el amor lo transforma todo. Cuando Juana y Bruno se conocieron era dos seres oblicuamente indiferentes.

Bruno era un chico con suerte. La naturaleza le había dado ojos azules, pecas de canela y una sonrisa seductora. Si además has recibido una educación de modales elegantes y una conversación ingeniosa, tienes todos los atributos para entrar en el club de los conquistadores legendarios. Con veinticinco años, eso es como si te hubiera tocado la lotería. Bruno entraba en un bar y provocaba, literalmente, efectos secundarios. Le gustaba el juego de la seducción. Disfrutaba con cada tontería que decía para tratar de hacer sonreír a una mujer, sin darse cuenta, o tal vez dándose cuenta perfectamente, de que ya estaban sonriendo antes de que él se acercara, fascinadas por su cara de niño bueno y su mirada de “puño de hierro en guante de seda”. El momento del hachazo, como llamaba él a ese beso súbito que transformaba una conversación informal en un suceso del deseo, a ese primer paso de un camino más largo que acababa casi siempre en una fatiga entre las sábanas, no era lo más importante. Todo lo anterior era lo que le daba vida. Desde que se acicalaba en casa ya pensaba en ese mecanismo: elegir un bar, elegir una chica, elegir una excusa para hablarle, elegir una conversación, elegir la mirada y el gesto, elegir el minuto de acercar la boca al oído...hasta el momento del golpe que dividía el juego en dos partes, la exploración y la necesidad.
La exploración, la caza, era lo que más le gustaba.

Juana era enfermera. Estar cerca de la muerte le daba ganas de vivir intensamente. Pero intensidad no significa siempre alegría. No quería una vida de planteamiento nudo y desenlace. Se dejaba llevar por el instinto y hacía a veces cosas inesperadas. Le gustaba, por ejemplo, subirse a un autobús en un día de lluvia, y recorrer la ciudad mirando por la ventana, hasta que el conductor le indicaba que habían llegado al final del trayecto. Entonces se bajaba, sin saber muy bien dónde había caído, buscaba un taxi y volvía a casa. Se emocionaba fácilmente con cualquier cosa, una película, una canción, un gato perdido, y le gustaba sufrir, abatirse, y dejar que las lágrimas brotaran desde lo hondo de su maltrecho corazón. Siempre encontraba motivos para la tristeza: que si su mejor amiga ya no la llamaba, que si su hermana se llevaba todos los elogios, que si no le llegaba el sueldo a fin de mes... y los hombres, qué crueles eran los hombres. Todos la hacían sentirse como un objeto, en ninguno lograba dejar huella, y todos dejaban en su alma el tatuaje de lo imposible, el vacío de lo necesario, el dolor de la ausencia. El último la había chuleado vergonzosamente, y sólo después de varios desplantes inadmisibles pudo acabar con la relación, aunque no del todo.
Si miraba la noche estrellada se sentía sola, y su dolor le daba indefectiblemente el gozo del llanto más amargo.

Dicen que el amor lo transforma todo. Cuando Juana y Bruno se conocieron era dos seres oblicuamente indiferentes. Nada tenían que ver una enfermera de casi cuarenta años y un recién licenciado en Químicas, empleado en una fábrica de detergentes. Bruno salía del almacén donde trabajaba, en las afueras de Madrid, cuando vio a una chica que buscaba un taxi a deshora por calles deshabitadas. Tal vez fuera ese aire de fantasma vagando por los escombros periféricos de la gran ciudad lo que le movió, inesperadamente, a llevarla en su coche. Ella le agradeció el gesto, llevaba ya un rato caminando por los grises descampados y estaba a punto de echarse a llorar por segunda vez. Bruno bajó la música, y se dejó envolver por la conversación de Juana mientras la acercaba a su casa. Ella le contó que tenía un gato, que le gustaba pasear por la ciudad sin rumbo fijo, y que estaba sola. El se fijó en sus rodillas en el segundo semáforo y tuvo en ese momento su primer mal pensamiento. Olía bien esta chica, su piel era blanca y lisa, pulida como un canto de río. A ella le gustó el aire decidido de él, su forma de conducir sabiendo adonde iba. Cuando llegaron a su portal ella tuvo el insensato arranque de invitarle a subir. “Estarás cansado, tómate una copa” le dijo. Él no había trazado ningún plan, no había desplegado sus artilugios de seducción, y se sorprendió diciendo “De acuerdo”. Diez minutos después el gato los miraba arrancarse la ropa el uno al otro y abandonarse al desenfreno de la cópula. Tampoco él entendía nada.

Ahora Bruno está esperando a Juana. La noche lo empapa despacio con sus humedades, el silencio lo envuelve cargado de estrellas. Sabe que ella vendrá con ganas de hacerlo, y que después del sudor y la sal y el abrazo y el mordisco y el grito, se dormirán tranquilos, desnudos, mirando por la ventana el cielo negro lleno de lejanos puntitos amarillos. Pero él no está pensando en eso ahora. Ni siquiera sabe en qué está pensando. Tal vez es su cuerpo el que piensa, el que respira sin pedir ni dar cuentas a nadie, el que espera, sencillamente, que algo suceda. A sus labios se asoma, misteriosa, una sonrisa que no significa nada.

Cuando se junten, otra vez más, serán una mezcla de carne y calor en la que ella verá recompensadas todas sus decepciones, sus miedos, su dolor, en la que todo lo malo se verá mágicamente disminuido, sin dejar de estar ahí, porque también está contenido en aquel abrazo. Y en ese abrazo encontrará él la energía para seguir buscando, la confirmación de que en cada exploración de lo femenino hay un fin, un logro, un premio. Pero también hay algo más en ese encuentro. En el abandono, en el naufragio común del orgasmo, ambos pierden por un momento la conciencia, y se convierten de pronto en algo que no existe, en un ser múltiplo, común, distinto, sin mas agarraderas con lo real que los brazos que se entrecruzan o las pieles que se entrechocan, o las bocas que se devoran o esa savia interior que se derrumba, como un oleaje, del uno hacia el otro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Está muy bien.... hasta los dos últimos párrafos. Ahí el cuento es otro. Los personajes son otros. Los has cambiado. La historia se terminó cuando se acostaron. Llegaron los títulos de crédito y el extra sabía a raro.

Anónimo dijo...

Tienes razón.
Lo que pasa es que el cuento nació del cuarto párrafo, y al tratar de ponerle "alrededores" a esa idea de esa felicidad tonta de la espera fuera del sentido, surgió el resto de la historia. Haciendo pruebas y pruebas, desordenando los párrafos y tratando de darle una consistencia general al cuento es verdad que los dos últimos párrafos quedan un poco de matute.
Gracias por el comentario y sobre todo por leer hasta el final.