sábado, 24 de febrero de 2007

METAMORFOSIS

Aún me angustia recordar mi despacho, las salas de embarque de los aeropuertos, los madrugones y mis sonrisas forzadas con chinchetas imaginarias.
Aquel día, era, en principio, un día de tantos de aburrida reunión de subsidiarias de la compañía. Las intervenciones, en inglés con mil acentos, eran, como de costumbre, soporíferas. Fingía estar muy atento pero sin darme cuenta, para no dormirme, rascaba la parte posterior de mis orejas, una y otra alternativamente. Creo que estaba hablando el danés cuando toqué algo extraño bajo el lóbulo de mi oreja izquierda. Tenía un hilo. Tiré de él con dos dedos, primero con suavidad; resbalaba y tuve que clavar las uñas para hacer más fuerza. Me produjo una sensación rara notar que ofrecía resistencia desde el interior de la coronilla. A cada tironcito, un escalofrío en forma de espiral creciente iba aliviando la tensión. Automáticamente vino a mi memoria la imagen de mi madre, sentada en su sillita baja, destejiendo algún error que liaba en un ovillo. Estaba seguro de que tenía, necesariamente, que ser un sueño pero en mi mano no cabía más hilo. Como no podía cortarlo, traté de esconder la madeja en el cuello de mi camisa. Pensé que el representante holandés estaba notándome el sudor frío por la expresión interrogativa de su mirada. Decidí entonces fingir un ataque de tos y salí al baño. Una vez frente al espejo, me di cuenta de que el hilo era invisible, podía tocarlo y sentirlo pero no podía verlo. El desconcierto impedía que me concentrara, le di la espalda al espejo para poder continuar tirando de aquella hebra. Mi cabeza se lleno de Margarita y los niños, y tuve miedo a perderlos porque su imagen se hacía más difusa a medida que el escalofrío se generalizaba. Se diluyeron también mis amigos, la casa con jardín, el deportivo y mi perro pero no sabía cómo invertir el proceso. Desde la punta del pié derecho noté que por fin el hilo se soltaba, y me estremecí. Lié una madejita con los imperceptibles restos y los dejé en el cubo de basura. Me refresqué la cara y volví a ocupar mi silla en la sala de reuniones. Entonces me di cuenta de que no sólo el holandés tenía sus ojos fijos en mí, sino todos; todos me miraban.
Mi sonrisa, pasó espontáneamente del azul hipócrita al rojo acalorado. Traté de contener las palabras que parecían tener voluntad propia pero de alguna manera lograron salir. Aterrado escuché de mi boca, como un disparo, la frase que me esforzaba en frenar: ¡odio mi trabajo!
Nadie abrió la boca. Yo cerré la mía avergonzado y me marché.

Dos meses después, como consecuencia de aquella metamorfosis y de los dos ceros de diferencia entre mi nómina previa y la cartilla del paro; Margarita y los niños me abandonaron. Y aun cuando he desarrollado una gran dedicación a no hacer nada, nada de nada, confieso que todavía, mientras escribo, rasco afanosamente mis orejas buscando algún hilo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este relato. Mientras escribo estoy buscando ese hilo misterioso detrás de mi oreja